Les dejo un pequeño cuento que escribí hace unos años, basado en una historia "real".
Don Julio llegó al
aeropuerto de Buenos Aires y tomó un taxi hasta el hotel Rivadavia. Allí se
registró en recepción y finalmente lo acompañaron a su cuarto, donde cayó tendido en la cama. Julio hacía dos noches que no dormía, y cinco años que
deseaba dormir para siempre. Pero antes debía saber la verdad, y aunque había
estado cerca varias veces, ahora la tenía en la punta de los dedos. Así que ahí estaba, intentando descansar para
mañana, corriendo esos pensamientos a un lado. Nunca pensó que la imagen más
amada podía llegar a hacerle tanto mal. Hubiera querido perder la memoria y
comenzar de nuevo, pero luego sentía culpa por eso. Hubiera querido creer en dios
y poder limpiar esas culpas, pero tenía cosas más importantes en que pensar. Lo
urgente era mañana, y debía estar en todos sus cabales para escuchar e intentar
ser paciente. Mañana a las doce se encontraría con la persona que vio a su hija
por última vez. Mañana era el día que lo mantenía vivo.
Raquel nació en Canals, un pequeño pueblo
de Córdoba a doscientos kilómetros de Río Cuarto. Era la única hija de Julio,
un poderoso comerciante del pueblo. De
muy pequeña solía acompañar a su madre a las reuniones de los viernes en una casita a las afueras del pueblo. Allí se
reunían unas veinte o treinta personas con el fin de relatarle a Isabel, una
señora de unos 87 años de edad, de pelo largo y blanco que alcanzaba su
cintura, todas sus dudas y pormenores que uno pueda imaginar. Traiciones,
dolores de muela, embarazos, angustias, deseos de dejar de fumar, arritmias,
amores, pesadillas, etc. Todo esto era compartido con Isabel, quien luego de
una profunda introspección solía aconsejar a sus huéspedes sobre cual debía ser
el camino correcto. Raquel de divertía mucho en esas reuniones. Jugaba a hacer
círculos con el humo de los inciensos, gateaba entre las piernas de la gente
buscando una moneda que ella misma se encargaba de tirar al suelo previamente y
cuando la situación se lo permitía ponía a prueba la capacidad visionaria de
Isabel con preguntas como ¿dónde está mi moneda Isabel? o ¿usted me podría
decir de que color son mis medias? Raquel se sorprendía cada vez que Isabel
daba con la respuesta correcta. Un viernes dijo que Raquel tenía un futuro
claro como el agua. Isabel solía hablar metafóricamente.
Pablo llevaba ya cinco años en ese lugar,
triste pero seguro. Todo lo que debía hacer era ratificar, dos o tres veces por
año, su versión sobre los hechos. ¡Claro que nadie le creía! ¿Pero quien tenía
la verdad sino el? ¿Quién podía saber
algo sobre Raquel sino era Pablo, que fue la última persona que estuvo con
ella? Pero el joven insistía con la misma historia de siempre, aunque hay que
reconocerle que con el tiempo logró ser atrayente, digna de contar. Claro que nunca se
las había tenido que ver con el padre de Raquel hasta ese día sábado del mes de
abril, cuando don Julio se quitó el
sombrero y clavó su mirada sobre él.
Julio
era un hombre robusto, más bien tirando a gordo, de manos pesadas y andar
calcino. Vestía siempre de traje, y era por eso que amaba Buenos Aires. Se
encantaba viendo la gente por las calles del micro centro, y deseó mil veces
trasladar su librería a la avenida Corrientes, aunque en Canals no le iba nada
mal por cierto, ya que era la única librería en todo el pueblo. En la gran
ciudad no iba a correr mejor suerte, aquí son muy competitivos -¡muy buitres!-
decía el a sus amigos cuando regresaba a Córdoba tras su viaje de compras en la
capital.
Pero este no era un viaje de negocio y
mucho menos de paseo. El estaba en Buenos Aires para ver a Pablo, el joven que
conoció a su hija una tarde de verano en Villa Gessell, y que luego nadie
volvió a verla.
Sonó el despertador a las 9:30, quedó
mirando el techo por media hora, se incorporó lentamente, se lavó los dientes y
se afeitó, probó dos o tres trajes, se decidió por el más sobrio, bebió sólo un
café, el taxi lo esperaba en la puerta a las 11:30, subió a él y suspiró (debe
decirse que en su cartera de mano llevaba un arma cargada), luego indicó al
chofer su destino –al 375 de la avenida Carrillo por favor –. Pagó con un
billete de cincuenta pesos y no esperó el vuelto. – ¡Que dios lo bendiga!– dijo
el chofer. Julio descendió del auto y subió por esas escaleras, siempre mirando al frente como
quien necesita mostrar seguridad, a paso firme y lento. Se anunció en recepción
y al cabo de diez minutos lo acompañaron el cuarto de visitas. Una música de violines
sonaba de fondo. Julio debió controlar sus emociones, hacía mucho tiempo que no
sentía eso con la música. Pensó que sin duda estaba viviendo un momento
especial y único. Fue en medio de ese combate interno como conoció a Pablo. Se
sorprendió al ver que era un muchacho muy joven, con apariencia de buena
persona.
Pablo se sentó frente a él. Don Julio se
quitó el sombrero y clavó su mirada en la de Pablo. Pablo no resistió y giró la
cara. Fueron minutos muy tensos. Los violines parecían crear un clima místico
en el ambiente. Pablo irrumpió en el silencio y comenzó a hablar. Intentaré
reproducir su relato lo mejor posible:
“Antes que nada quiero que sepa que mi
intención no es lograr que me crea. Yo comprendo su dolor, era su única hija.
Por lo tanto entiendo que usted me odia, y que no va a cambiar su sentimiento
hacia mí por lo que le cuente o deje de contarle. Usted siempre desconfiará de
mí, ya lo sé. ¡Ojo que yo soy igual eh! ¡Yo no creo en nada señor Julio! No
creo en dios ni en los duendes, como tampoco creo en el horóscopo, la luna (¿o
quién puede creer que es conveniente esperar una luna determinada para ir al
peluquero?), en la cura del empacho, en el empacho, en los siete años de mala
suerte, en el gato negro, el gauchito Gil y demás. Pero debo confesar algo
señor Julio: creo en las sirenas con toda mi alma. Creo en ellas porque yo
mismo vi una. Creo en ellas desde que conocí a su hija.
Fue hace cinco años, en unas vacaciones de
verano con mis padres en Villa Gessell. Yo tenía doce años y ya empezaba a
aburrirme de estar con ellos, de tomar helados después de cenar como si eso
fuese algo divertido, de cuidar a mi hermanito y de ver en la playa tantas
cosas intocables y sentirme tan impotente, tan astrónomo mirando la capa de
ozono desde su telescopio que, sumado a todo lo anterior, me provocaba un
pésimo humor pubertoso. Así que comencé a querer cambiar un poco el rumbo y a
buscar aventuras valederas, dignas de contar. Es así como en una tarde gris del
mes de febrero conocí a Raquel, una chica cordobesa de pelo largo y lacio como
nunca vi, de ojos azules o turquesa, y de una mirada tan profunda como el mar.
Vestía con un largo vestido de flores verdes y blancas y andaba descalza, cosas
que la hacían tan libre y mística que sólo me bastó escuchar su – ¡bueno, si me
invitás!– para enamorarme como tonto. Así que compré dos helados de limón y nos
sentamos sobre la arena.
Caía la tarde y muy poca gente quedaba en
la playa. Nosotros seguimos hablando como si nada pasara, como si ese momento
no se tuviera en cuenta para los relojes, como si mamá y papá fueran cosas del
pasado. Ahora yo estaba solo y con una mujer de ensueño ¡cómo me gustaron sus
labios! Fue luego del beso cuando se paró, sonrió y me dijo – ¡vení conmigo!–.
–
¿Dónde?– respondí.
–
¡No tengas miedo!– dijo Raquel.
Continué con mi negativa. Ella caminó
hacia el mar (ya era totalmente de noche) y fue ingresando lentamente. Yo,
desde la playa, sólo miraba; ella seguía
insistiendo con que la acompañara. Yo pasé de la risa al llanto; ella estaba
cada vez más cubierta de agua. Su vestido y su sonrisa fueron desapareciendo y
ya sólo veía sus manos. Una me hacía señas de que fuera. Estuve a punto de
correr a salvarla. Quisiera creer en dios para poder limpiar mi culpa.” Fue en
ese momento cuando Pablo quebró y dijo: “¡juro que las piernas no me
respondieron don Julio! Pasaron varios minutos en silencio, mirando a ningún lugar. Hasta que Pablo gritó: ¡Es obvio que no creo en las sirenas la puta madre!” y lloró desconsoladamente.
Julio no sólo que le creyó, sino que
sintió piedad por el joven. Hoy más que nunca se sintió culpable por la
desaparición de su hija. El mismo había permitido que Raquel vaya sola a la
playa. El mismo se culpó por dejar ir a Raquel a esas reuniones de los viernes en lo Isabel.
Miró a su alrededor. Sólo unos médicos
podían verse por la ventana del cuarto de visitas, pero hablaban y tomaban
café. Los violines insistían con el mismo preludio (ahora lo recordé, era Bach). Julio abrió su cartera,
metió su mano derecha en ella y sacó el arma. Pablo quedó petrificado en su
silla. Don Julio llevó el arma hasta su cabeza y se disparó en la frente. Cayó al suelo como una bolsa. Pablo tuvo
el deseo de hacer lo mismo, pero no se animó. Nunca se animaba. Pronto
entraron los médicos y lo llevaron a su habitación.
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