viernes, 24 de agosto de 2012

"LO QUE VALE ES LO DE AFUERA"


                                                       Breve ensayo sobre la City

           Ahí va Peter, el caniche toy. Baja las escaleras a los saltitos y llega a planta baja. Allí se para frente al espejo y se mira. ¡Es hermoso!, dice. Lleva un peinado recién hechito, con rodetes y cintas blancas que contrastan con el gris de su pelo. Todo el mundo lo admira y lo quiere acariciar, aunque muy pocos saben sobre el nauseabundo olor a jabalí que despide de su boca. Pero eso es lo de menos, “porque lo que vale es lo de afuera”, dice Alicia. Podría contarles muchas cosas sobre ella, sobre sus emprendedores hijos, sobre su platudo y cornudo marido o sobre sus vacaciones últimas en París, lugar donde compraron a Peter. Pero son cosas que no veo importantes en este ensayo, ya que elegí escribir sobre la ciudad de Buenos Aires y, digamos, que tengo poco tiempo. Así que sólo voy a contarles que es un palo rubio escondido detrás de unos lentes negros y que fuma cigarrillos mentolados como hábito, que odia a los animales y a los chicos de la villa porque “huelen mal” (con la excepción de Peter), y que no sabe ni en qué día vive porque no necesita saberlo.
     Así que ahora Peter y Ali se miran en el espejo del hall de entrada de su departamento, sobre la avenida  Pueyrredón, a metros de  Buenos Aires Design. Salen y caminan lentamente  en dirección a Plaza Francia. Peter se detiene y sin pudor se toma un minuto para hacer pis y caca. ¿Que asco? Bueno, yo pensé lo mismo. Pero nada es comparado con lo que pensó Ali al ver que la caca era pisada sin querer por una nena. Ella estaba pidiendo monedas en la plaza. Al verla supuse que había estado llorando y que secó sus lágrimas con las manos,  y con esa mezcla de lágrimas y de tierra impregnada en la cara, ya estaba lista para el combate cotidiano.  Luego de limpiarse la zapatilla siguió pidiendo. Mientras tanto Alicia la miraba con desprecio.
     .  García Canclini[1] habla sobre “…una cuidad diseminada. […] Cada grupo de personas transita, conoce, experimenta pequeños enclaves,… pero son recorridos muy pequeños en relación con el conjunto de la ciudad”. Esto me ayuda para decir que las personas viven en un proceso de  mimetización con el lugar que habitan, a tal extremo que uno y otro resultan inseparables. Hay que ser como Alicia para vivir allí. Canclini continúa diciendo que “[…] en medio de la descomposición de las megaciudades esos lugares son marcas, establecen una especificidad y así reordenan una problemática entre lo público y lo privado. Se establece un espacio propio para algunos sectores,…de manera que esos sectores, que son públicos, en gran medida funcionan como privatizados, como lugares de los que se apropian algunos sectores: son semipúblicos y semiprivados a la vez”.  O sea, Ali quiere caminar por la plaza sin que los negros la molesten. ¡Para eso paga sus impuestos el  palo rubio con cara de cadáver!
     La ciudad de Buenos Aires tiene como máximo atractivo la gran desigualdad de la distribución de sus riquezas. Bueno, al menos para los turistas. Ellos pueden ver paisajes parisinos y extrema pobreza a la vez. Pueden hacer recorridos con aires madrileños en el casco histórico y disfrutar de un adrenalínico pro-poortourism  por alguna villa miseria con tan sólo cincuenta dólares. Todo en la misma ciudad.
     En Capital Federal viven 130.000 (2) personas en villas miserias y 200.000 en casas tomadas. Otras 4000 duermen directamente en la calle, según datos del INDEC y del Instituto de la Vivienda de la Ciudad (IVC). Buenos Aires cuenta con datos escalofriantes en este sentido. Sólo en la Ciudad Oculta (villa miseria ubicada en el límite de los barrios Mataderos y Villa Lugano)  viven unas 15.000 personas en situación de marginalidad y pobreza. En la ciudad (según datos oficiales) faltan 100.000 viviendas. En el  2005 vecinos del barrio de La Boca  y Lugano se opusieron a la construcción de viviendas destinadas a personas indigentes en esas tierras. Argumentaban perder “espacios verdes” y alertaban sobre la “falta de infraestructura sanitaria y educativa” de los barrios para nuevas familias.
      Con esto podemos ver que Alicia no está sola, que posturas egoístas y antisociales no parten sólo de los núcleos más enriquecidos, y que el problema de la desigualdad es mucho más profundo de lo que creíamos. Ricos odian a pobres, estos se odian entre sí, que a su vez odian a los ricos. Mientras tanto en la ciudad se sigue trabajando en la creación de nuevos rascacielos y autopistas subterráneas en Puerto Madero y la construcción crece a un ritmo del 200 por ciento mensual en el barrio de Palermo.
     Con todo esto quiero decir que la ciudad de Buenos Aires es como Peter, el caniche toy: reluciente y admirable por fuera, podrido y nauseabundo por dentro. Pero no nos hagamos tanto problema, porque lo que vale es lo de afuera.  


       [1] Nestor García Canclini. “Ciudades multiculturales y contradicciones de la modernización” (fragmentos), en: imaginarios urbanos, Buenos Aires, Eudeba, 1997.
          (2) Los datos son del año 2007. 

LA SIRENA CORDOBESA


Les dejo un pequeño cuento que escribí hace unos años, basado en una historia "real".
     
    Don Julio llegó al aeropuerto de Buenos Aires y tomó un taxi hasta el hotel Rivadavia. Allí se registró en recepción y finalmente lo acompañaron a su cuarto, donde cayó tendido en la cama. Julio hacía dos noches que no dormía, y cinco años que deseaba dormir para siempre. Pero antes debía saber la verdad, y aunque había estado cerca varias veces, ahora la tenía en la punta de los dedos.  Así que ahí estaba, intentando descansar para mañana, corriendo esos pensamientos a un lado. Nunca pensó que la imagen más amada podía llegar a hacerle tanto mal. Hubiera querido perder la memoria y comenzar de nuevo, pero luego sentía culpa por eso. Hubiera querido creer en dios y poder limpiar esas culpas, pero tenía cosas más importantes en que pensar. Lo urgente era mañana, y debía estar en todos sus cabales para escuchar e intentar ser paciente. Mañana a las doce se encontraría con la persona que vio a su hija por última vez. Mañana era el día que lo mantenía vivo.
     Raquel nació en Canals, un pequeño pueblo de Córdoba a doscientos kilómetros de Río Cuarto. Era la única hija de Julio, un poderoso comerciante del pueblo.  De muy pequeña solía acompañar a su madre a las reuniones de los viernes en una  casita a las afueras del pueblo. Allí se reunían unas veinte o treinta personas con el fin de relatarle a Isabel, una señora de unos 87 años de edad, de pelo largo y blanco que alcanzaba su cintura, todas sus dudas y pormenores que uno pueda imaginar. Traiciones, dolores de muela, embarazos, angustias, deseos de dejar de fumar, arritmias, amores, pesadillas, etc. Todo esto era compartido con Isabel, quien luego de una profunda introspección solía aconsejar a sus huéspedes sobre cual debía ser el camino correcto. Raquel de divertía mucho en esas reuniones. Jugaba a hacer círculos con el humo de los inciensos, gateaba entre las piernas de la gente buscando una moneda que ella misma se encargaba de tirar al suelo previamente y cuando la situación se lo permitía ponía a prueba la capacidad visionaria de Isabel con preguntas como ¿dónde está mi moneda Isabel? o ¿usted me podría decir de que color son mis medias? Raquel se sorprendía cada vez que Isabel daba con la respuesta correcta. Un viernes dijo que Raquel tenía un futuro claro como el agua. Isabel solía hablar metafóricamente.
     Pablo llevaba ya cinco años en ese lugar, triste pero seguro. Todo lo que debía hacer era ratificar, dos o tres veces por año, su versión sobre los hechos. ¡Claro que nadie le creía! ¿Pero quien tenía la verdad sino el?  ¿Quién podía saber algo sobre Raquel sino era Pablo, que fue la última persona que estuvo con ella? Pero el joven insistía con la misma historia de siempre, aunque hay que reconocerle que con el tiempo logró ser  atrayente, digna de contar. Claro que nunca se las había tenido que ver con el padre de Raquel hasta ese día sábado del mes de abril,  cuando don Julio se quitó el sombrero y clavó su mirada sobre él.
     Julio era un hombre robusto, más bien tirando a gordo, de manos pesadas y andar calcino. Vestía siempre de traje, y era por eso que amaba Buenos Aires. Se encantaba viendo la gente por las calles del micro centro, y deseó mil veces trasladar su librería a la avenida Corrientes, aunque en Canals no le iba nada mal por cierto, ya que era la única librería en todo el pueblo. En la gran ciudad no iba a correr mejor suerte, aquí son muy competitivos -¡muy buitres!- decía el a sus amigos cuando regresaba a Córdoba tras su viaje de compras en la capital.
     Pero este no era un viaje de negocio y mucho menos de paseo. El estaba en Buenos Aires para ver a Pablo, el joven que conoció a su hija una tarde de verano en Villa Gessell, y que luego nadie volvió a verla.
     Sonó el despertador a las 9:30, quedó mirando el techo por media hora, se incorporó lentamente, se lavó los dientes y se afeitó, probó dos o tres trajes, se decidió por el más sobrio, bebió sólo un café, el taxi lo esperaba en la puerta a las 11:30, subió a él y suspiró (debe decirse que en su cartera de mano llevaba un arma cargada), luego indicó al chofer su destino –al 375 de la avenida Carrillo por favor –. Pagó con un billete de cincuenta pesos y no esperó el vuelto. – ¡Que dios lo bendiga!– dijo el chofer. Julio descendió del auto y subió por esas  escaleras, siempre mirando al frente como quien necesita mostrar seguridad, a paso firme y lento. Se anunció en recepción y al cabo de diez minutos lo acompañaron el cuarto de visitas. Una música de violines sonaba de fondo. Julio debió controlar sus emociones, hacía mucho tiempo que no sentía eso con la música. Pensó que sin duda estaba viviendo un momento especial y único. Fue en medio de ese combate interno como conoció a Pablo. Se sorprendió al ver que era un muchacho muy joven, con apariencia de buena persona.
     Pablo se sentó frente a él. Don Julio se quitó el sombrero y clavó su mirada en la de Pablo. Pablo no resistió y giró la cara. Fueron minutos muy tensos. Los violines parecían crear un clima místico en el ambiente. Pablo irrumpió en el silencio y comenzó a hablar. Intentaré reproducir su relato lo mejor posible:
     “Antes que nada quiero que sepa que mi intención no es lograr que me crea. Yo comprendo su dolor, era su única hija. Por lo tanto entiendo que usted me odia, y que no va a cambiar su sentimiento hacia mí por lo que le cuente o deje de contarle. Usted siempre desconfiará de mí, ya lo sé. ¡Ojo que yo soy igual eh! ¡Yo no creo en nada señor Julio! No creo en dios ni en los duendes, como tampoco creo en el horóscopo, la luna (¿o quién puede creer que es conveniente esperar una luna determinada para ir al peluquero?), en la cura del empacho, en el empacho, en los siete años de mala suerte, en el gato negro, el gauchito Gil y demás. Pero debo confesar algo señor Julio: creo en las sirenas con toda mi alma. Creo en ellas porque yo mismo vi una. Creo en ellas desde que conocí a su hija.
     Fue hace cinco años, en unas vacaciones de verano con mis padres en Villa Gessell. Yo tenía doce años y ya empezaba a aburrirme de estar con ellos, de tomar helados después de cenar como si eso fuese algo divertido, de cuidar a mi hermanito y de ver en la playa tantas cosas intocables y sentirme tan impotente, tan astrónomo mirando la capa de ozono desde su telescopio que, sumado a todo lo anterior, me provocaba un pésimo humor pubertoso. Así que comencé a querer cambiar un poco el rumbo y a buscar aventuras valederas, dignas de contar. Es así como en una tarde gris del mes de febrero conocí a Raquel, una chica cordobesa de pelo largo y lacio como nunca vi, de ojos azules o turquesa, y de una mirada tan profunda como el mar. Vestía con un largo vestido de flores verdes y blancas y andaba descalza, cosas que la hacían tan libre y mística que sólo me bastó escuchar su – ¡bueno, si me invitás!– para enamorarme como tonto. Así que compré dos helados de limón y nos sentamos sobre la arena.
     Caía la tarde y muy poca gente quedaba en la playa. Nosotros seguimos hablando como si nada pasara, como si ese momento no se tuviera en cuenta para los relojes, como si mamá y papá fueran cosas del pasado. Ahora yo estaba solo y con una mujer de ensueño ¡cómo me gustaron sus labios! Fue luego del beso cuando se paró, sonrió y me dijo – ¡vení conmigo!–.
        ¿Dónde?– respondí.
        ¡No tengas miedo!– dijo Raquel.
     Continué con mi negativa. Ella caminó hacia el mar (ya era totalmente de noche) y fue ingresando lentamente. Yo, desde  la playa, sólo miraba; ella seguía insistiendo con que la acompañara. Yo pasé de la risa al llanto; ella estaba cada vez más cubierta de agua. Su vestido y su sonrisa fueron desapareciendo y ya sólo veía sus manos. Una me hacía señas de que fuera. Estuve a punto de correr a salvarla. Quisiera creer en dios para poder limpiar mi culpa.” Fue en ese momento cuando Pablo quebró y dijo: “¡juro que las piernas no me respondieron don Julio! Pasaron varios minutos  en silencio, mirando a ningún lugar. Hasta que Pablo gritó: ¡Es obvio que no creo en las sirenas la puta madre!” y lloró desconsoladamente.
     Julio no sólo que le creyó, sino que sintió piedad por el joven. Hoy más que nunca se sintió culpable por la desaparición de su hija. El mismo había permitido que Raquel vaya sola a la playa. El mismo se culpó por dejar ir a Raquel a esas reuniones de los viernes en lo Isabel.
     Miró a su alrededor. Sólo unos médicos podían verse por la ventana del cuarto de visitas,  pero hablaban y tomaban café. Los violines insistían con el mismo preludio (ahora lo recordé, era Bach). Julio abrió su cartera, metió su mano derecha en ella y sacó el arma. Pablo quedó petrificado en su silla. Don Julio llevó el arma hasta su cabeza y se disparó en la frente. Cayó al suelo como una bolsa.  Pablo tuvo el deseo de hacer lo mismo, pero no se animó. Nunca se animaba. Pronto entraron los médicos y lo llevaron a su habitación.